El concierto tiene lugar en una noche estrellada, o puede que la música haya hecho brotar el firmamento donde sólo había oscuridad. Bajo un eclipse de luna se eleva una constelación con forma de loro, y un toro de estrellas atiende a la escena. Dirige la orquesta un hombre luminoso con ricos ropajes, que tañe con manos enguantadas un arpa zoomórfica. Aunque quizá sólo la está sosteniendo, y es la propia arpa, al ritmo de los platillos, quien guía a los otros cuatro músicos fantásticos. Un mandril toca en pizzicato el violoncello, y junto a él, con el aire de una estrella de jazz, sopla su extraña trompeta un hombre con solideo rojo y gafas de sol, que seguramente usa para protegerse del resplandor lunar del arpista. Frente a ellos, un coro de pájaros del color del fuego canta sus líneas de memoria, acompañados por tres cánidos que aúllan en primer plano, y un gato silencioso que no sabemos si aguarda el momento de intervenir o está a punto de saltar sobre las aves. Tras el gato, en la sombra, un trompeta ensimismado, y el organista, atento a las indicaciones del maestro-arpa, completan la formación musical. Todo es y no es lo que parece en esta interpretación de la Sinfonía Q, una obra que pertenece a los sueños pero que podemos escuchar estando despiertos gracias a su autora, la pintora surrealista Leonora Carrington (1917-2011).
Aunque se nacionalizaría mexicana, Leonora Carrington nació en Lancashire, Inglaterra. Su padre, un rico magnate de la industria textil, le proporcionó exclusivos colegios de los que fue sistemáticamente expulsada por ser una niña rebelde que se aburría con la enseñanza reglada. Su madre, irlandesa, le contaba historias que dejarían para siempre la huella de la mitología celta en aquella imaginación desbordante. Como Carrington diría después, pintar no es una elección, sino una necesidad. Contra los deseos de su padre, pero apoyada siempre por su madre, cursó estudios artísticos en Florencia y París, donde conoció la obra de los surrealistas, y, por fin, en 1936, ingresó en la prestigiosa academia de arte del pintor vanguardista Amédée Ozenfant (1886-1966) co-fundador, junto a Le Corbusier, del movimiento purista.
Pero es en el surrealismo donde la rica imaginación de Leonora encuentra un espacio propicio para la creación. Admiradora de Max Ernst, lo conoce en Londres en 1937, y se hacen amantes. Ambos viajan a París, donde Leonora coincide con todos los surrealistas, que la acogen con interés y curiosidad y la apodan la mariée du vent (la novia del viento). Poco después, Ernst y Carrington se mudan a una casita de campo cerca de Aviñón y emprenden una etapa plena de creatividad, en la que se influyen mutuamente. Pero Ernst es judío, y, apenas dos años después de iniciar su relación, comienza la pesadilla de la persecución nazi. Cuando es detenido, Leonora, desesperada, viaja a España para intentar conseguir un salvoconducto con el que liberarlo. El miedo y la guerra habían afectado duramente su salud física y mental, aunque parece que pesaron más las razones políticas para que las autoridades franquistas, con la ayuda del cónsul británico y la connivencia del rico padre de Leonora, la encerraran en un psiquiátrico de Santander. Atada de pies y manos, le fueron aplicadas crueles terapias, y durante seis meses experimentó una muerte en vida de la que setenta años después, ya anciana, aún le resultaba difícil hablar. Cuando logró escapar, por recomendación médica, escribió En bas (1943, publicado en español con el título Memorias de abajo), un texto catártico sobre aquel encierro que es a la vez obra emblemática del surrealismo y documento histórico sobre la España franquista.
Instalada primero en Nueva York y después en México, donde se afincó hasta el final de sus días, Leonora pudo dedicarse plenamente a la pintura en un ambiente enriquecido en lo cultural por otros artistas exiliados. Aunque le interesaban las ideas de los surrealistas, se lamentaba de su machismo. Junto a su amiga, la pintora española Remedios Varo (1908-1963), investigó y desarrolló un lenguaje propio, simbólico e ilusionista, cargado de referencias autobiográficas, impregnado de alquimia y esoterismo, pero al que asoma con frecuencia el humor. Fue también una excelente escritora (FCE acaba de publicar sus cuentos completos en español), escultora (como muestra el curioso cocodrilo de bronce que ella misma donó a la Ciudad de México) y muralista (en el Museo Nacional de Antropología del DF puede admirarse El mundo mágico de los mayas, de 1964), y su obra fue muy cotizada ya en vida de la artista.
Leonora Carrington, como ella afirmó, no tuvo tiempo de ser musa de nadie: “estaba demasiado ocupada rebelándome contra mi familia y aprendiendo a ser artista”. Supo utilizar el arte como herramienta mágica, como cazador de sueños, como instrumento que conjura la sinrazón de la existencia y la convierte en belleza. Adentrarse en su mundo misterioso es un desafío necesario y una aventura fascinante.
Imagen: Leonora Carrington: The Q Symphony, 2002, Colección particular.
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