Una joven de ademán lánguido nos mira, pero no nos ve. Parece perdida en sus pensamientos, tal vez repasando algún fragmento de la partitura que sostiene con ambas manos -delicadas, blancas, de una elegancia exquisita-. La izquierda descansa sobre una lira, instrumento encargado de convertir en sonido los signos escritos en el papel, pero también vehículo conductor entre la imaginación y la partitura. La hábil descripción de los paños, el uso sutil de la iluminación teatral propia del Barroco y la sensual fragilidad de la figura nos hablan de la gran pintora boloñesa Elisabetta Sirani (1638-1665)
Las primeras artistas profesionales de quienes tenemos noticias, la escultora Properzia de’Rossi (1490-1530) y la pintora Lavinia Fontana (1552-1614), eran también boloñesas. No es casualidad. Bolonia fue una ciudad de enorme riqueza cultural y artística, con una larga tradición de mujeres ilustres y cultivadas, ya que desde el siglo XIII podían ir a la Universidad.
También tuvo un estilo pictórico propio, la llamada escuela boloñesa, surgida en la segunda mitad del siglo XVI como reacción a la revolución que supuso Caravaggio. Ante el lenguaje innovador, naturalista y poderoso del lombardo, que se expandió por Europa como la pólvora, una familia de pintores boloñeses, los Carracci, pretende volver al “buen camino”, el clasicismo equilibrado y puro de Rafael. La academia que fundan insiste en el dibujo como base primordial de la pintura -mientras los caravaggistas pintaban alla prima, es decir, directamente sobre el lienzo-, y exige el regreso a la belleza ideal y a la moderación frente a los excesos naturalistas. Los Carracci y sus seguidores tendrían también una gran influencia en la pintura barroca. La estrella de su escuela, Guido Reni (1575-1642), tuvo como ayudante a Giovanni Andrea Sirani, el padre de Elisabetta. Ella será, por talento, éxito y maneras pictóricas, quien recoja el testigo de la escuela boloñesa en la siguiente generación.
La carrera de Elisabetta Sirani fue fugaz, como su vida. Apenas diez años -de los diecisiete a los veintisiete, edad a la que murió-. Sin embargo, en su breve paso por la Tierra y por el arte dejó unas doscientas pinturas firmadas, que probablemente fueron bastantes más. Puesto que todo lo que ganaba iba a parar a manos del padre (ninguna mujer ha podido disponer legalmente de un patrimonio hasta bien entrado el siglo XX), se piensa que vendía algunas obras sin firmar para sufragar los gastos de su propio taller. En él enseñaba el arte de la pintura a otras mujeres, y es, hasta donde sabemos, el primer caso en la historia de una escuela de pintura femenina.
Desde sus primeras apariciones en la pintura, la música ha sido representada como una mujer joven y bella. A menudo figura asociada al cisne -animal que en la mitología clásica estaba consagrado a Apolo- y, por la misma razón, a la lira. En la iconografía religiosa, la encontramos personificada en la figura de su patrona, Santa Cecilia, a la que desde el siglo XIV suele acompañar en los cuadros un órgano, instrumento muy relacionado con la música sacra. La obra que hoy compartimos se conoce genéricamente como “alegoría” de la música, pero es, con toda probabilidad, un retrato. ¿Qué mujer del siglo XVII querría ser retratada como la misma Música? Entre las élites cultas que encargaban retratos a pintoras consagradas como Sirani había, sin duda, grandes melómanas. Pero no podemos olvidar que el seicento italiano dio extraordinarias compositoras, como Francesca Caccini (1587-1640) o Barbara Strozzi (1619-1677), por citar sólo dos de las más célebres. Es muy posible, por tanto, que estemos ante el retrato de una joven compositora.
Elisabetta Sirani, mujer en extremo culta y talentosa, supo hacerse con una amplia red de mecenas y clientes, no sólo en Bolonia, sino en toda Italia y en norte de Europa. Fue una de las escasas artistas en recibir encargos oficiales, pintando grandes cuadros de altar para iglesias, y también una de las pocas en cultivar la pintura de Historia, el género noble por excelencia. Pintó a mujeres fuertes como Judith, Porcia o Timoclea, con dramatismo siempre contenido –a diferencia de su contemporánea naturalista, Artemisia Gentileschi-, pero mostrando una maestría compositiva apabullante. Tendrían que pasar dos siglos, hasta el fenómeno Angelika Kauffmann, para que otra mujer realizara tantos cuadros de historia.
La obra de Sirani influyó enormemente en la siguiente generación de pintores boloñeses, y posibilitó que existiera una de pintoras. En su taller, estableciendo el vínculo maestra-discípula y transmitiendo un método de enseñanza, sentó el precedente necesario para que sus alumnas pudieran a su vez transmitir ese saber a otras mujeres. Terminando el siglo XVII, gracias a Elisabetta Sirani, había en Bolonia más pintoras profesionales que nunca.
El breve paso por nuestro mundo de esta joven maestra dejó una huella hermosa y valiosísima. Conocer su pintura y su legado es seguir aprendiendo de ella.
Imagen: Elisabetta Sirani, Alegoría de la Música, 1659. Wallraf-Richartz Museum, Colonia
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