Dejando a la izquierda un muro blanco, nos asomamos al interior de una habitación en el centro de la cual -seria, elegante, absorta en el estudio- una muchacha practica con su violín. La pincelada rápida, somera y elocuente describe de forma certera no sólo el interior burgués, con sus lujosos objetos decorativos, sino la concentración y seriedad de la joven a la hora de acometer la musical tarea. Apenas dos hilos de pintura roja y un borrón violáceo representan arco y violín, y, sin embargo, casi nos parece oír las notas que le arranca la estudiante. Estamos ante la etapa de madurez de una de las grandes figuras del Impresionismo: la pintora francesa Berthe Morisot (1841-1895)
Si miramos más allá, en la pared de la izquierda, oculto en parte a nuestra vista por un encuadre fotográfico típicamente impresionista, cuelga uno de los muchos retratos que hizo de Berthe Édouard Manet. El maestro, ya famoso, conoció a Morisot cuando ella copiaba a Rubens en el Louvre, y se estableció entre ambos una prolongada amistad y un continuo intercambio a nivel profesional. Fascinado por el magnetismo de la joven artista, Manet la pintó hasta once veces: es la imagen de Berthe Morisot que ha quedado para la Historia del Arte. La modelo, la musa, la mujer fatal. Son retratos sin duda seductores, casi hipnóticos, pero ni un solo detalle en ellos hace sospechar que la retratada sea una pintora profesional. Y sin embargo fue eso, y ninguna otra cosa, lo que Berthe Morisot quiso ser desde que empezó a estudiar dibujo a los dieciséis años.
Tanto ella como su hermana Edma poseían dotes para la pintura y un ansia inagotable de aprendizaje. De hecho, cuando Berthe conoció a Manet, la pintora ya llevaba varios años exponiendo sus paisajes en el Salón de París. Guiada por las clases de Camille Corot hacia la pintura al aire libre, donde la realidad es retratada a través del color y la luz, era cuestión de tiempo que abandonara la vía académica para unirse a la vanguardia. El espíritu curioso y la pintura en constante evolución se mantendrían durante toda su carrera. Un retrato pintado por Edma en 1865 muestra a una joven Berthe concentrada en el lienzo, con todos los instrumentos del oficio y su mano derecha sosteniendo el pincel como centro de la composición. Tal vez sea en esta pintura, y en el soberbio autorretrato del museo Marmottan Monet, donde más cerca podamos estar de contemplar a Berthe Morisot, la pintora. Ambas imágenes tienen poco que ver con la seductora musa de ojos negros que nos hechiza desde los cuadros de Manet.
Edma Morisot abandonó por completo la pintura al contraer matrimonio. Los retratos que Berthe hizo de ella después, como La hermana de la artista en la ventana (1869) o el muy célebre La cuna (1872) son mucho más que meros interiores domésticos, o, como tantas veces se ha dicho, estampas del mundo femenino. En la obra de Morisot conviene siempre mirar más allá, y hay en estos cuadros un poso de melancolía que se hace evidente a la mirada atenta. Esta ambivalencia del matrimonio y la maternidad en la obra de Berthe no se explica sin tener en cuenta las obligaciones que una mujer casada tenía para con la sociedad burguesa. Era inconcebible que después del matrimonio mantuviera una actividad profesional, salvo si participaba en el oficio de su marido. Por este motivo, cuando Berthe se case, años después, lo hará con un pintor. La muchacha que toca el violín en la imagen es Julie Manet, única hija de Berthe y Eugène, el hermano de Èdouard Manet. Desde su nacimiento apareció en infinidad de cuadros no sólo de Morisot, sino de algunos de sus colegas como Manet o Renoir.
Berthe Morisot es, después de Camille Pisarro, el miembro del grupo cuyas obras estuvieron presentes en más exposiciones impresionistas originales. Sólo faltó a la de 1878, año en que nació su hija, por encontrarse convaleciente. Había cuatro lienzos de Berthe en la mítica primera muestra de 1874 en el taller del fotógrafo Nadar, donde un crítico bautizó el movimiento a raíz de ver el óleo de Monet Impresión: sol naciente. Y continuó exponiendo en todas y cada una de ellas, además de en Londres, Bruselas y Nueva York. Logró exponer individualmente en vida, hecho que da cuenta del alcance y respeto que suscitaba como artista, pese a lo cual, y a que sus obras se vendían a clientes particulares mejor que las de muchos de sus colegas, la crítica y las instituciones insistieron en considerarla una pintora aficionada. Sólo en 1894, un año antes de su muerte, el Estado francés adquirió la Joven vestida de gala, hoy en el Petit Palais, reconociendo con ello oficialmente su categoría de artista profesional.
“No creo que haya nunca un hombre que trate a una mujer de igual a igual y es todo lo que yo habría pedido, porque sé que lo merezco”, escribía Berthe Morisot en su cuaderno de notas. Ella dedicó su vida entera al arte, y nos dejó un valioso legado. Mirar más allá de la bella musa y verla como la gran pintora que fue es algo que podemos hacer a cambio.
Imagen: Berthe Morisot, Julie tocando el violín, 1893 (Colección Hermann Mayer)
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