Una música desconocida baña esta composición. La interpretan extrañas y tranquilas criaturas que, en primer término, nos introducen con su misteriosa melodía en un universo cuyo ritmo nos atrapa y fascina. Es un universo armónico, delicado, sin duda musical, donde madres extraterrestres acompañan con sus instrumentos a los ángeles que, tomando con sus antorchas la luz del sol, bajan por una ingrávida escalera para encender las estrellas. En el centro gira un planeta poliédrico, un mundo que encierra otros muchos, el mundo complejo y a la vez familiar de una creadora indescifrable. La obra, de dimensiones imponentes y contenido hipnótico, fue realizada por una joven de tan solo dieciocho años, la pintora española Ángeles Santos (1911-2013).
Cuando el cuadro fue presentado en el Salón de Otoño de 1929, nadie conocía el nombre de aquella artista llegada de provincias. La crítica madrileña descubrió con admiración rasgos de las vanguardias europeas más novedosas en el trabajo de una muchacha que nunca había salido de España. Inspirándose en noticias de periódicos e imágenes de libros, con su propia y desbordante imaginación, Ángeles Santos había creado un universo artístico tan poderoso que a punto estuvo de llevársela por delante.
Hija de un funcionario de aduanas, su infancia transcurrió viajando por España. La directora del colegio de monjas sevillano donde estudió de pequeña fue la primera en advertir su talento para el dibujo, proporcionándole grabados de Ingres para que los copiara. Cuando la familia se traslada a Valladolid, Santos comienza a recibir clases del pintor y restaurador italiano Cellino Perrotti, con quien copia a maestros como El Greco o Fragonard y aprende a perder el miedo a los grandes formatos. Su progreso es meteórico. Con 16 años participa en una exposición colectiva de pintores vallisoletanos donde gana el tercer premio, y Francisco de Cossío, entonces director del Museo de Escultura, convence a su padre de que Angelita deje los estudios y se dedique a pintar.
“Quiero pintar un mundo. Todo lo que yo he visto.” Siguiendo la voluntad de aquel primer impulso creador, su padre encarga una tela cuadrada enorme, de más de tres metros de lado, donde pueda caber el mundo de la artista. Ella había leído libros sobre el cubismo, así que construye su planeta con planos sobre los que va colocando todo lo que en su vida ha conocido, sueños, imágenes reales, recuerdos. Allí está Valladolid, con un solitario barco de vela surcando el Pisuerga, y un cementerio donde yacen grandes literatos a los que Ángeles admira como Stendhal o Goethe, tal vez aludiendo a sus incesantes lecturas. Las dos caras de su ciudad de adopción se plasman en un cine y una sala de exposiciones que conviven con la iglesia hacia la que la gente se apresura para entrar a misa. En otro plano está Portbou, el pueblo de su infancia, a orillas del mar, con un aeropuerto y un campo donde los niños juegan al fútbol. Un tercer plano, más oscuro, es atravesado por la vía del tren que, con su humeante locomotora, marcha hacia la playa.
Fascinados por la enorme pintura, intelectuales como Ramón Gómez de la Serna, Jorge Guillén, Federico García Lorca o Juan Ramón Jiménez entablan correspondencia con la joven artista, desplazándose incluso a Valladolid para conocerla. Ángeles Santos comienza a viajar a Madrid, siempre acompañada de su padre, participando en las tertulias y formando parte del núcleo intelectual de la capital.
El estímulo cultural y una creatividad compulsiva hacen que la artista sólo viva para pintar. Duerme de día, pasa las noches trabajando, pierde el apetito. Esta vocación febril, su comportamiento extraño y su nueva vida pública -aspectos todos habituales y hasta deseables en los artistas varones- chocan con las convenciones familiares, que oprimen a la artista. Le escribe a su amigo Ramón Gómez de la Serna su intención de huir “de que me quieran convertir en un animal casero”. Escapa al campo y se mete en el río con su vestido puesto. Su padre la ingresa en un sanatorio mental de Madrid. Por fortuna, Gómez de la Serna denuncia públicamente la situación en La Gaceta Literaria y, para evitar el escándalo, el padre la libera de su encierro y la envía a Portbou con sus abuelos. Tardará mucho en volver a pintar y, cuando lo haga, no quedará rastro de aquel mundo oscuro e inquietante de sus primeras obras. Se casa con un modesto pintor, regala o destruye muchos de sus antiguos cuadros y pinta flores de colores encima de los demás. Decía que le habían hecho sufrir. Los llamaba monstruos.
Nunca sabremos si fue realmente la fiebre creativa de Ángeles Santos, y no las trabas sociales y familiares, lo que la hizo desgraciada hasta el punto de renunciar por completo a aquella artista que había pintado Un mundo. A cambio, podemos sumergirnos en este universo extraño donde las estrellas se encienden con antorchas, y escuchar la melodía misteriosa de las madres extraterrestres. No necesitamos traje espacial. Sólo cruzar la puerta de un museo.
Imagen: Ángeles Santos: Un mundo, 1929 (Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid)
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