Llega el tiempo que les es propicio, y, un año más, los ángeles músicos acuden a posarse entre estas páginas. En esta ocasión, acompañan a la Virgen y el Niño con las notas de un arpa y un laúd, en una escena llena de armonía donde es fácil reconocer la impronta de la pintura flamenca primitiva. Ojos más expertos distinguirán el origen de la composición, basada en un modelo del misterioso maestro de Tournai, Robert Campin. Sin embargo, la autoría de este retablo es anónima.
“Me atrevería a aventurar que Anónimo, que tantas obras ha escrito sin firmar, era a menudo una mujer”. Conocí esta frase de Virginia Woolf gracias a mi madre, en una época en la que aún no me extrañaba que, a lo largo de toda la carrera de Historia del Arte -cursada en una universidad pública- nadie me hubiera hablado de una sola artista. Por fortuna, este hecho, y otros igualmente normalizados, terminaron por parecerme muy poco normales, y comencé a reflexionar.
Woolf se refería a las escritoras, pero su frase resulta también muy apropiada para las artes plásticas. En los Países Bajos, durante la Edad Moderna, los pintores dependían del sistema medieval de gremios. Éstos, llamados guildas, dominaban la actividad de los talleres de cada ciudad, realizando el examen de maestro y controlando la calidad de las obras. Era imprescindible estar inscrito en ellos para abrir un taller o, simplemente, ejercer la profesión, con una excepción: los pintores no estaban obligados a inscribir en las guildas a sus hijos o hijas cuando colaboraban con ellos en el taller. Por esta razón, aunque se sabe por comentarios de viajeros que era habitual la presencia de mujeres en el mundo de la pintura, apenas aparecen nombres femeninos inscritos en las guildas. Los hijos varones, al independizarse y abrir taller, debían inscribirse, pero ellas, que a menudo se casaban con otro aprendiz, permanecían ocultas bajo el nombre del marido. Estas artistas serán para siempre “maestros anónimos”.
Los museos y colecciones españolas están llenos de obras de primitivos flamencos como la que hoy nos acompaña, que en Castilla, en el siglo XV, era muy demandadas. La técnica revolucionaria de secado lento que aquellos genios del norte habían perfeccionado hasta lo sobrenatural hacía que sus figuras parecieran más reales que la propia realidad. Disolver los pigmentos en aceite -en lugar de en yema de huevo, como se hacía en tierras italianas- les permitía aplicar una y otra vez capas finísimas, sutiles como velos, que iban conformando carnaciones, cabellos y paños con un nivel de perfección en el detalle como jamás se había visto en Europa. Nobles y prelados castellanos compraban obras de aquellos artistas extranjeros, y los pintores locales trataban de imitar la nueva manera para alcanzar el éxito comercial. Entre todos los coleccionistas de la corona de Castilla, ninguno tan lúcido y audaz como la reina. Isabel I, amante de las artes, llegó a ser una de las coleccionistas más importantes de su tiempo, y fue la primera monarca en traer a la corte a trabajar para ella a los mejores pintores del mundo conocido.
La reina Isabel fue también un referente educativo, y, en la formación que dio a sus hijas, la música tuvo un papel esencial. Además de la educación humanista recibida por el príncipe y las infantas -Juana y Catalina fueron célebres en Europa por su cultura y su dominio del latín- todos ellos, en especial Juan y Juana, sabían cantar y tocar algún instrumento, además de dominar el arte de la danza, que su madre, la reina católica, amaba especialmente.
Juana I, la sucesora de Isabel al frente de la corona de Castilla, es la reina anónima por excelencia. Condenada a ser conocida a través del relato de otros, primero fueron su marido, su padre y su hijo los que contaron al mundo quién era aquella mujer. Después, los historiadores, y, por último, los artistas. Pero la verdadera Juana permanece anónima, silenciada para siempre tras los muros de un tiempo y un relato que nunca le pertenecieron. ¿Quién fue en realidad la reina Juana? Nunca lo sabremos. Sí sabemos, por testimonios y documentos de la época, que era inteligente y extremadamente culta. Y que amaba la música por encima de todas las cosas. Poseía al menos una vihuela, y tocaba el clavicordio. Cuando murió su esposo, Felipe de Habsburgo, se deshizo de todos sus sirvientes menos de los miembros de su capilla, a los que ordenó pagar puntualmente. Entre los bienes que llevó consigo a Tordesillas había un claviórgano -combinación renacentista de órgano y cémbalo- y un monocordio, instrumentos que conservó hasta su muerte. Juana I de Castilla, la reina anónima, durante los cuarenta y seis años que duró el atroz encierro al que fue sometida, no renunció a la música.
No renunciemos nosotros a mirar con otros ojos: cambiemos el punto de vista, pongamos en duda el relato heredado. Porque puede que haya tesoros ocultos tras los muros del anonimato y el silencio, y comience a sonar música donde sólo había reinas locas y maestros sin nombre.
Imagen: Anónimo: Tríptico de la Virgen con el Niño y ángeles músicos (detalle), finales siglo XV. Colección Particular, Valencia
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